dom. Oct 26th, 2025
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En la fría cotidianidad de la mesa de necropsias, donde la ciencia forense dicta el protocolo, persisten momentos que desafían la explicación puramente técnica. Es un hecho conocido en el ámbito médico-legal: los cuerpos llegan a la morgue con las vestimentas del último instante, un indicio crucial que el perito debe preservar sin alterar, incluso para iniciar el examen. Pero, más allá de la evidencia, el rostro del difunto a menudo es un espejo de su final: una mueca de terror, la serenidad o, como en casos desgarradores, la expresión de una profunda tristeza, a veces con rastros de lágrimas.

​Los médicos legistas, obligados a la objetividad científica, a menudo se encuentran en el cruce entre el rigor profesional y la experiencia personal, donde lo tangible se entrelaza con una sensibilidad forjada por la constante convivencia con la muerte.

Un caso reciente ha reabierto el debate sobre el trato digno al cadáver. Tras una ardua investigación, se localizó una fosa clandestina. De ella se exhumó el cuerpo de un profesor secuestrado y asesinado tres semanas antes. El avanzado estado de rigidez cadavérica (o rigor mortis), agravado por el tiempo y la posición fetal en que fue hallado, hacía casi imposible el proceso de desvestir el cuerpo sin cortar la ropa —un requisito pericial clave para su análisis—.

Los peritos se enfrentaban a una pared. La rigidez, científicamente causada por la acumulación de ácido láctico en los músculos post-mortem, era extrema. Fue entonces cuando el médico legista a cargo, con una calma inesperada, ofreció una “solución” que nadie esperaba.

“Todos pensamos que nos daría una técnica científica o médica. ¡Pero no!”, relata uno de los testigos. El forense se acercó al cuerpo, y en lugar de aplicar fuerza o un protocolo técnico, comenzó a hablarle al cadáver.

​Con un tono sereno, casi confidencial, le susurró: “Ya estás aquí, amigo. Tu familia ya te encontró. Ya no vas a estar allá solitario. Lo único que quieren es velarte para que estés en paz. Mira que nunca dejaron de buscarte. Ayúdame para que terminemos rápido y te vayas con tu familia.”

​Lo que sucedió a continuación, según los presentes, heló la sangre de la sala. Ante la mirada atónita de los peritos, el cuerpo que llevaba tres semanas sepultado, y que parecía una estatua de tristeza, comenzó a relajarse. La rigidez cedió. Desvestirlo fue, sorpresivamente, fácil.

​El gesto, carente de cualquier explicación en los manuales de tanatología, logró que el cuerpo pudiera ser colocado en una posición decúbito supino, y lo más impactante, su rostro cambió: la profunda tristeza se había trocado por una expresión de tranquilidad.

​Esta “última charla” —una práctica que algunos profesionales adoptan de manera discreta— ilustra una verdad fundamental en el trabajo forense humanitario. A pesar de la obligada frialdad científica, estos médicos y peritos mantienen la sensibilidad de ver en el cadáver no solo un conjunto de evidencias, sino a una persona que fue padre, hijo o esposo, y que merece ser tratada con el máximo respeto y dignidad en su tránsito final. Un recordatorio de que, incluso en la muerte, la humanidad puede suavizar el rigor de la ciencia.


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Por Vish Fernandez

Columnista en portal de noticias de Guadalajara y CDMX. Gestor cultural, ganador de reconocimientos locales, nacionales e internacionales y promotor de la lectura.

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