Cada 23 de agosto conmemoramos el Día Internacional en Memoria de la Trata de Esclavos y su Abolición, una fecha que debería despertar nuestra conciencia sobre las injusticias atroces del pasado, pero también sobre las despiadadas formas actuales de exclusión y opresión.
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Gobernadores y prisiones privadas
La experiencia de cientos de miles de personas privadas de libertad en el mundo y el sufrimiento
invisible de sus familias representa una crisis humanitaria que la sociedad suele ignorar o estigmatizar.
Detrás del expediente judicial, más allá de la fría administración del castigo, hay seres humanos con nombres, historias y sueños arrebatados.
No solo las personas en encierro sufren; sus familias enfrentan una segunda condena social, llena de estigma, injusticia y carencia de apoyo. Esta doble carga crea un ciclo de exclusión que se transmite a generaciones, poniendo en riesgo el futuro de niños, madres, padres y parejas que luchan por sobrevivir emocionalmente.
El filósofo Michel Foucault, en Vigilar y Castigar, explica cómo las prisiones modernas pretenden transformar cuerpos humanos en instrumentos de control mediante el trabajo forzado, una práctica que encubre formas modernas de esclavitud.
Paralelamente, Erving Goffman describió las cárceles como “instituciones totales”, que despojan a los presos no solo de libertad física sino de identidad social, revictimizando asimismo a sus familias.
Este fenómeno no solo ocurre en cárceles tradicionales. En el histórico caso de la Isla del Coco (Costa Rica), hasta mediados del siglo XX, se usó como prisión insular con condiciones extremas de aislamiento.
En otras partes, las cárceles flotantes en barcos han sido usadas para confinar presos en espacios
limitados y hostiles, reproduciendo condiciones severas e inhumanas. En la Unión Europea, a pesar de políticas enfocadas en derechos humanos, persisten desafíos de hacinamiento, sobrepoblación y desigualdad en el trato, especialmente hacia minorías y migrantes.
En México, las cárceles enfrentan problemas de hacinamiento, violencia interna, corrupción y trabajos forzados. La precariedad afecta en especial a las familias de los internos, quienes enfrentan el estigma social, la pobreza y la desconexión comunitaria.
Estas realidades reflejan la vulnerabilidad extendida en muchas naciones, donde la prisión se convierte en perpetuadora del sufrimiento y la exclusión.
En 2025, se evidenció la utilización de cárceles en cooperación internacional mediante el caso de deportaciones masivas de migrantes venezolanos desde Estados Unidos a El Salvador, donde fueron confinados en la cárcel CECOT bajo acusaciones controvertidas y con denuncias de violación a derechos
humanos.
Estas prácticas ejemplifican las conexiones entre migración, seguridad y sistema penitenciario global, que perpetúan la privación de libertad más allá de las fronteras nacionales.
Según informes recientes, la población carcelaria mundial ha alcanzado cifras récord: más de 11.5 millones de personas privadas de libertad, la mayoría hombres, con un hacinamiento severo en el 60% de los países. Muchas cárceles operan a más del 150% de su capacidad, lo que genera condiciones deplorables y aumenta la violencia y la mortalidad prematura.
Entre estas poblaciones, las mujeres crecen en número y padecen aún mayores vulnerabilidades por pobreza, violencia y discriminación.
Evidenciar el sufrimiento de las personas privadas de libertad y sus familias en todo el mundo es esencial para impulsar políticas reales que prioricen la reinserción social, la salud integral y la justicia restaurativa.
La justicia no puede ser solo castigo, sino reparación y dignidad humana. Reconocer esta realidad es clave para romper ciclos de exclusión que afectan a millones.
En el marco del día de memoria, recordemos que detrás de cada celda hay una historia de resistencia y esperanza. La dignidad es un derecho inalienable que debe ser protegido sin excepción, para avanzar hacia un futuro más humano, justo y solidario.