El calendario marcaba miércoles, mes de la patria, y el termómetro no daba tregua. Era 1988 y el calor, áspero y contundente, se aferraba a la ciudad. “Nos estamos acabando el mundo, cada día hace más calor,” sentenció mi padre, como un oráculo de la ecología naciente, mientras el mercurio trepaba hasta los 28.5 grados centígrados.

Pasaban de las once de la mañana cuando nos enfilamos hacia Plaza Fundadores. Mi padre apretaba mi mano con la firmeza de quien guía un pequeño barco, mientras mi hermana, siempre coqueta y preparada, llevaba su inseparable bolso.
La misión: encontrarnos al mediodía con uno de los escribanos que poblaban con sus escritorios la sombra aledaña a Diversiones Moy. Eran una decena de hombres, pulcros y pacientes, que transcribían a máquina trabajos escolares, contratos y pagarés, cobrando su arte por hoja mecanografiada.

Llegamos minutos antes de la hora acordada y el escribano aún batallaba con la tarea de mi hermana. El tiempo de espera se convirtió en la excusa perfecta para “turistear,” el verbo familiar que significaba perderse y “gusguiar” (comer antojos) al paso de mi padre.
El Corazón Urbano: Tacos y Aves de Caza
El primer destino fue el viejo Mercado Corona, ese titán de la vida urbana que décadas después sería consumido por el fuego. Nos deslizamos por el costado de calle Independencia hasta el último pasillo, un rincón con sabor a gloria familiar. Aquel puesto, uno de nuestros favoritos, era famoso por la suculenta carne en su jugo. Sin embargo, ese día la ley la impusieron los tacos al pastor: venían enrollados, con un palillo de madera como eje central, acompañados por un espumoso y refrescante tarro de tepache.

Al salir, la caminata nos llevó por el angosto pasillo que se formaba entre la banqueta y los locales del mercado. Allí, en un puesto improvisado, se cerró el trueque de ese mediodía: compramos güilotas. Las aves, ya limpias y desvisceradas, estaban listas para ser doradas y ahogadas en el espeso y picante chile de tomate de mi madre.
La siguiente parada fue la Librería Carlos Moya en López Cotilla. Mi hermana necesitaba un libro, cuyo título la memoria se resiste a devolver. Lo inolvidable, sin embargo, era el olor: una fragancia profunda, a papel viejo, tinta y conocimiento sedimentado, que solo los verdaderos amantes de la lectura conocen y veneran.
Escamochas y el Retorno a Casa
Cuando el sol superó el cenit, y el reloj rebasó la una de la tarde, regresamos por la tarea mecanografiada. Pero antes de encarar al escribano, nos deslizamos al Pasaje Morelos, ese laberinto subterráneo que ofrecía locales comerciales, baños públicos y, sobre todo, las ricas escamochas.

Finalmente, abordamos el camión. La jornada de calor, trajín y antojos tocaba a su fin. En casa, las güilotas esperaban su destino en la sartén, poniendo el broche de oro a un día más en aquella calurosa, pero inolvidable, Guadalajara de 1988.

Mientras esperábamos el camión que nos llevaría de vuelta a casa, el paladar cubierto de sal y limón, la curiosidad me asaltó. Le pregunté a mi padre por qué a la fruta picada se le llamaba escamocha. Mi padre, un hombre de campo, frontal y sin filtros urbanos, solo atinó a encogerse de hombros: “No sé. Quizá el nombre lo inventó algún ‘mocho apatío’.”