La más reciente entrega del cineasta tapatío Guillermo del Toro, Frankenstein, se presenta como un espectáculo visual deslumbrante, diseñado meticulosamente para la gran pantalla. Sin embargo, bajo esa estética impecable hace una narrativa con diálogos superfluos que traiciona la esencia de la obra de Mary Shelley: el eterno conflicto entre la ciencia y la religión.

Contrario a lo que sugieren ciertas campañas en redes sociales y figuras de internet —quienes demuestran un evidente desconocimiento del texto original—, la cinta no se basa fielmente en el libro, sino que apenas se inspira en él. Esta libertad creativa resulta en un monstruo humanizado, construido con una imagen más cercana a una estrella de rock que a la trágica creación del doctor Víctor Frankenstein.

La experiencia se ve mermada, además, por las decisiones corporativas de Netflix. La plataforma, priorizando suscriptores sobre la experiencia cinematográfica, limitó su estreno a un circuito independiente únicamente para cumplir cuotas de festivales. Es una ironía amarga: una cinta visualmente hermosa, hecha para el cine, condenada a verse en televisión.

Narrativamente, el filme resulta tedioso. La falta de empatía con el protagonista y su aparente inmortalidad alejan al espectador de la tensión dramática original. Aunque es probable que la cinta acumule estatuillas en la temporada de premios, Frankenstein es un síntoma de la era del streaming: productos de consumo rápido que diluyen el séptimo arte y que, pese a su belleza, olvidamos a la semana siguiente.
