Colombianos y Venezolanos tienen una larga historia en común. No solo comparten una de las fronteras más amplias del mundo con una extensión de dos mil 219 kilómetros, sino que en el pasado esas divisiones ni siquiera existieron.
Entre 1819 y 1830, luego de las independencias de la América española, ambos territorios formaron parte de la Gran Colombia integrada por los antiguos virreinatos de la Nueva Granada y Quito y la Capitanía de Venezuela, sin embargo, a consecuencia de los enfrentamientos regionales esa unión se disolvió. Para 1830 Venezuela y Ecuador declararon su independencia.
El tiempo ha llevado de la mano a Colombia y Venezuela a enfrentar y solucionar problemas comunes con estrategias particulares y con resultados diversos: lo mismo disputas fronterizas, que guerras civiles, cárteles multinacionales del narcotráfico y la migración.
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Precisamente el fenómeno migratorio es una muestra clara de la cercanía entre ambas naciones. De hecho, las direcciones en los flujos de personas han cambiado a lo largo del tiempo. De la década de 1930 hasta la de 1950, la dirección de la ola migratoria fue de Colombia a Venezuela.
El desplazamiento aumentó en los años setenta a consecuencia del conflicto armado entre las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia y el gobierno de ese país, al tiempo que en Venezuela se vivía la prosperidad petrolera. La población colombiana en Venezuela alcanzó los 4 millones de personas en 2022, a partir de ese año la cifra comenzó a disminuir y hoy se encuentra por debajo de los tres millones.
Hoy por hoy el flujo migratorio ha cambiado. Muchos colombianos son migrantes de retorno con la mira puesta en sus comunidades de origen y junto a ellos se desplazan cientos de miles de venezolanos en busca de un futuro en Colombia.
La migración no es un fenómeno que mantenga las mismas características en el tiempo y el espacio, por el contrario, cambian las zonas de expulsión, las comunidades de arribo, las estrategias de movilidad, las rutas utilizadas y los marcos legales nacionales.
Así las cosas, en Venezuela las condiciones económicas y políticas han ido cambiando desde la llegada al poder de Nicolás Maduro en 2013, frente a ello, la población libra cotidianamente una batalla para sobrevivir. A consecuencia de las duras condiciones de vida, las personas venezolanas conforman actualmente uno de los grupos migratorios más numerosos del planeta.
“Entramos con facilidad por tierra, casi sin restricciones, pero el establecimiento aquí en Bogotá es más complicado, de todos modos, lo logramos”, afirman al unísono un grupo de migrantes venezolanos que trabajan en el reparto de alimentos “domiciliado” en la plataforma Rappi, mientras esperan atender sus pedidos en los jardines del parque de la 93.
“Llegamos a trabajar en el parque porque aquí si hay clientes con dinero, de la parte de la ciudad donde venimos nosotros no hay muchos recursos, por eso, el trabajo es poco”. “En el norte se paga más, recibimos más propina, hay mucha plata. El norte es mejor que el sur. Hay muchos extranjeros”, comenta otro grupo de bicicleteros repartidores de comida a las afueras de un Oxxo.
Los estatus migratorios que poseen los venezolanos son diversos, por lo mismo las realidades que experimentan también. Acceden a derechos diferenciados, no tienen las mismas oportunidades laborales, la garantía de que no serán expulsados de Colombia la experimentan de forma variada.
Algunos migrantes no han podido renovar su permiso de permanencia, otros están en proceso de obtenerlos, unos más “íbamos avanzando y de repente todo se cayó y debemos comenzar de nuevo”, comentan algunos en la fila de la oficina de migración. “A mí me dijeron que ya no me podían renovar el permiso, ni siquiera hubo explicación”. De hecho, la explicación gubernamental brilló por su ausencia cuando yo la solicité también.
Los venezolanos tienen tres formas de legalizar su estatus migratorio en Colombia: ora por la vía de lazos familiares con colombianos que migraron a Venezuela, ora los que llevan viviendo varios años en Colombia y tienen un trabajo formal que les permite obtener su visa y finalmente, a través del Programa por Protección Temporal (PPT).
Como suele suceder, las personas migrantes quedan atrapadas en las decisiones políticas de los gobiernos. Se mantienen al garete de los vaivenes e intereses personalísimos de la clase gobernante. Hoy Colombia es un ejemplo de ello.
En los gobiernos de Juan Manuel Santos (2010-2018) e Iván Duque (2018-2022) se establecieron protocolos, entidades y recursos legales para que los migrantes formalizaran su estatus para poder trabajar, recibir educación y salud. Pero desde la llegada de Gustavo Petro al poder el proceso se estancó.
Una explicación puede ser que Santos y Duque no mantenían una buena relación con el gobierno de Nicolás Maduro y entonces usaron la apertura migratoria para que miles de venezolanos salieran de su país y utilizar políticamente ese fenómeno en contra de Maduro.
Ahora, el gobierno de Petro se encuentra más cercano a Caracas y cambió su estrategia para detener significativamente el flujo migratorio que tenía un costo político para Maduro.
De 7.7 millones de venezolanos que han salido de su país, entre 2 y tres millones viven en Colombia, aunque con estatus migratorio regular se estima que sean entre 300 mil y 800 mil.
Fue en el penúltimo año de gobierno del presidente Duque que se otorgaron los Estatus Temporal de Protección para Migrantes Venezolanos (ETPV) por 10 años. La población beneficiada alcanzó los 1.7 millones de migrantes que podrán permanecer en Colombia al menos hasta el año 2031.
Los únicos dos requisitos que debían cubrir para obtener el permiso eran haber ingresado a Colombia por un puesto de control migratorio oficial entre el 31 de enero de 2021 y el 28 de mayo de 2023, y que tener su pasaporte sellado como prueba. Esto último fue una gran barrera porque 70 por ciento de los venezolanos no cuentan con pasaporte.
José Medina, originario de Ojeda, estado de Zulia, es un repartidor de Rappi beneficiado con el permiso del gobierno de Duque. Tiene 26 años y tres como repartidor de comida, a donde ingresó luego de trabajar dos meses en un restorán donde lo colocó su hermana.
Él entró por Cúcuta ciudad fronteriza con Ureña, capital del municipio Pedro María Ureña en el estado de Táchira, Venezuela. El sueldo mínimo no es bueno, pero “el millón 500 mil al mes que gano me alcanza para vivir”, afirma mientras decide si acepta o no el viaje que le está llegando a la plataforma.
Ganar 2 mil 800 pesos por una ruta de 1.1 km. es lo menos que me pagan. “Eso también hay que aprender hacer, no todos los repartos convienen tomarlos, porque a veces solo te asoleas y es poca la paga”. Tómalo, por mí está bien ya no te distraigo más, le digo, al tiempo que me interrumpe para decirme que prefiere seguir platicando conmigo.
La mayoría de los repartidores pedalean la bicicleta, muy pocos le pusieron motor y casi nadie (por no decir nadie) utiliza la motocicleta. “Traer moto es muy caro por donde lo veas: comprarla, mantenerla, asegurarla, moverla, en cambio con la bici solo tengo que pedalear para sacar la comida del día”, terciar en la conversación un migrante más. Yo tenía una bici con motor, pero la vendí en diciembre por problemas financieros. Una bici con motor cuesta 600 mil, pero para juntarlos debemos pedalear duro. “Yo si quisiera comprar una motocicleta, comenta otro venezolano más, pero cuestan 4 millones mínimo y una de segunda, las nuevas valen casi 8 millones”.
Los repartidores culinarios cada día entregan entre 15 y 20 pedidos. Algunos de ellos, como Esteban, recorren hasta setenta kilómetros entre su casa, el parque de la 93 y las direcciones que circulan en la entregadera de alimentos. “No me bajo de la bici en todo el día, entrego y regreso al parque hasta que vuelve a sonar mi celular”.
No todos han estado siempre en el parque de la 93. “Yo apenas tengo unos días que llegué, entregaba en el sur y más abajo, también andaba para el oriente en Chapinero y norte en Usaquén. El caso es buscar el trabajo, ese no llega solo”.
Los horarios de inicio y término de la jornada varían. Unos comienzan a las siete de la mañana y concluyen después del almuerzo, a las dos de la tarde. Otros arrancan como a las 11 de la mañana y dejan de pedalear hasta las nueve de la noche. Desde luego, hay quienes atienden pedidos de sol a sol. Los martes son de pago, es el día que Rappi les deposita, por eso “casi no viene nadie, porque ya sacaron la semana”. El tiempo de entrega es breve: 18 minutos para llegar al restorán, sino llegan se los quitan automáticamente.
El reparto domiciliado tiene algunas ventajas según los venezolanos: “trabajamos a nuestro ritmo”, “no tenemos que estar 8 o 12 horas sentados”, “salimos a la hora que queramos”, “tenemos mucha libertad, somos nuestros propios patrones”, “tenemos seguro subsidiado por el gobierno”, son voces migrantes que se trompican entre sí para afirmar lo bueno de su empleo. Pero como suele suceder, aparece el “pero”.
Una de las personas recuerda que los salarios en realidad no son tan buenos, que los policías los molestan, que los corren del parque y que no pueden permanecer en grupo por las banquetas. Que deben cargar su PPT con el riesgo de perderlo y no poder obtener su reposición.
Panaderos, costureros, albañiles, carpinteros, universitarios, muchos son los oficios que dejaron a la vera del camino para treparse en las bicicletas y repartir comida. La mayoría hombres, casi ninguna mujer.
“En ninguno de nuestros anteriores empleos ganábamos más que en Rappi”, parece sentenciar el fin de la discusión un veterano repartidor antes de tomar “un buen pedido” de esos que les dejan 10 mil pesos.
Hoy en día, los venezolanos en Bogotá no solamente reparten comida, también han establecido restoranes, peluquerías y otros pequeños negocios, pero también hay una amplio grupo que sobrevive pidiendo limosna o pepenando y reciclando la basura. “La recolección de basura la hacemos por las noches, no debemos dejar nada tirado y todo lo llevamos en unos grandes carretones que jalamos caminando”.
Para las personas migrantes, las complicaciones no terminan con el solo arribo a un nuevo lugar para vivir. Conseguir integrarse a la nueva sociedad y lograr ser aceptado por quienes los reciben se vuelve el último, y más largo de los problemas que enfrentan en su travesía.
“La sociedad a mí sí me ha recibido bien, gracias a Dios nunca he tenido problemas ni inconvenientes con nadie, pero sé de compañeros que la han pasado mal. Pienso que todo depende de nuestra actitud”.
Más allá de esta reflexión, la xenofobia está creciendo en Colombia. Se ha vuelto común entre los colombianos culpar de todos los males, sobre todo los relacionados con la violencia, a los venezolanos y haitianos.
En 2022, según la encuestadora Invamer 63.2 por ciento de los colombianos afirmaba tener una percepción negativa de los venezolanos, y 60.6 por ciento estaba en desacuerdo con las políticas migratorias del expresidente Iván Duque. En el gobierno de Gustavo Petro, se ha buscado desvenezolanizar el asunto migratorio, algo que parece complicado de conseguir si tomamos en cuenta la historia de ambos países.
Más allá del rechazo de la población a los migrantes y la insistencia del gobierno en desvenezolanizar la migración, las autoridades ha creado los centros “Intégrate” para favorecer la inclusión e integración socioeconómica de la población migrante venezolana y retornada colombiana.
El mayor número de personas migrantes se concentran en nueve ciudades de Colombia:
- Bogotá
- Medellín
- Barranquilla,
- Bucaramanga,
- Cali
- Cartagena
- Cúcuta
- Santa Marta
- Riohacha
Son más de 120 mil los migrantes atendidos por esos centros en diversos temas: orientación migratoria, salud, educación, asistencia psicosocial y jurídica, ayuda a mujeres y población LGBTQI+, empleo y emprendimiento.
El béisbol los une
Una de las mejores estrategias para incorporarse a la sociedad colombiana ha sido la “venezolanización” de la liga amateur de béisbol. El juego de pelota no es tan popular en Colombia, pero los migrantes venezolanos se han encargado de colocarlo en el gusto de algunos sectores.
En Bogotá existen dos diamantes beisboleros públicos, uno de ellos es el Estadio Distrital Hermes Barros Cabas a donde cada fin de semana acuden grupos de niños a lanzar y batear, los acompañan su familias colombianas y venezolanas.
En el terreno de juego no existen las nacionalidades, de lo que se trata es de convivir deportivamente. La interesante de esta práctica, es que las relaciones establecidas a partir del juego cruzan las fronteras del estadio y permiten la interacción familiar barrial más allá del béisbol.
La mayoría de los 500 jugadores de la Liga de Béisbol de Bogotá son venezolanos, atrás quedaron los años donde era dominada por colombianos. Así fue desde su fundación en 1945, pero en los últimos años Venezuela domina la camada de peloteros. Incluso de los nueve clubes de la liga amateur hay uno completamente venezolano: los Leones.
José Luis de 24 años de edad es un “veneco”, es decir, tiene la nacionalidad venezolana y colombiana. Vive por el lado del aeropuerto el Dorado, en Engativá, una zona con hartos venezolanos como la Kennedy y Suba.
Salió de Venezuela por la “crítica situación, hay poco trabajo, mal pagado, mucha corrupción, aunque quieras salir adelante no se puede, ya no pude costearme la universidad donde estudiaba administración de empresas”, se lamenta, al tiempo que acomoda su enorme mochila de Rappi donde “cabe lo que entrego y lo que me traigo para almorzar”. Gracias a lo que gana les envía a su madre y padre 50 dólares al mes. José Luis forma parte del 30 por ciento de venezolanos que tienen familia remesera en su comunidad.
Entre 75 y 85 por ciento de los venezolanos avecindados en Colombia ya no quieren retornar a sus comunidades. El resto, aunque quieran no pueden. Es el caso de Joaquín que lleva dos años en Bogotá y a los seis meses de haber llegado a la capital recibió la noticia de la muerte de su madre a consecuencia de un derrame cerebral, “y simplemente no puede ir a despedirme de ella. Imagínate salir de mi casa sin tener la certeza de saber cuándo volveré a ver a mis parientes”.
Las historias migratorias van y retachan. No solo son blancas y negras, sino repletas de grises. Muchos exiliados venezolanos construyen su vida al fragor de los pedales montados en sus bicicletas llevando y trayendo comida a domicilio para obtener recursos que les permitan acarrear alimentos a sus familias.
Sin más, pedalean para vivir.
Profesor del Tec de Monterrey
@contodoytriques